domingo, 4 de noviembre de 2012

Bisabuela en foto.


Resulta que si puedo, debo escribirte. No sé si en algún punto de la existencia aún existas. Sé que moriste cuando tus pequeños hijos ni siquiera pudieron guardar completamente tu mirada.

Te quedaste en una fotografía; muchos de tus nietos te conservan en ella.

No me gusta escribirle a un muerto. Perdón, con todo respeto. Incluso te escribo de día, ya que por la noche lo considero tétrico.

Qué bonita eras. En la familia casi nadie ha sido tan bella. Mi prima Andrea se parece a ti, dicen que mi hija también; yo no sé, no lo creo, tal vez aún no descubro bien sus rasgos.

En la fotografía, en esa en la que estás al lado de mi bisabuelo, te miras tan seria, que si te hubieran hecho sonreír hubieras proyectado la simpleza de tu vida: esa la vida diaria, lo real, lo cotidiano. Aun así, en tu imagen no cabe un pero, sólo digo que te hubieran hecho sonreír.

Y perdona si con esto te ha entrado la inquietud y has querido saber más, pero resulta que no soy muy extensa en palabras y aunque busco, no encuentro mi completa inspiración. Adiós bisabuela, creo que tu hija Elena te necesitó por siempre, al igual que los demás, supongo, sólo que en especial me conmueve Elena.


Carolina Lara Mungarro

Crecer mirando al sol.


A veces la inocencia con la que somos criados, nos hace ignorantes.

El jardín de mi casa era inmenso, para mi infancia. Nunca necesité de la compañía de otro niño para divertirme, mi imaginación y yo bastábamos.  Éramos los mejores amigos. 
La primavera en mi jardín era toda una celebración. En donde teníamos todo un ritual para celebrar. Para la ocasión, las mariposas llegaban puntuales durante la tarde, el árbol de durazno nos regalaba flores que el viento regaba por todo el jardín. Como confeti de fiesta. 
Escuchaba una tormenta batirse arriba de mí. Asomándome por la ventana veía como el agua se dejaba caer sobre tierra, levantaba polvo  dejando marcas de humedad sobre ella. Mi madre corría,  cuidadosa de no mojarse colocaba una toalla sobre su cabeza, descolgaba la ropa del tendero con tal furia que los ganchos de madera salían disparados.
Cuando el sol se escondía detrás del cerro naranja, sabía que era tiempo de regresar a mi casa. Aunque no me apartaba mucho de mi casa, a mi madre le gustaba gritarme para saber donde andaba.  Antes de entrar tenía que sacudir mis zapatos, ya que siempre tenían tierra y  darme un buen baño para después dormir. 

Andrés Oquita.