¡Por poco y olvido
aquella antiquísima historia de la primaria! ¡Ah, qué buen susto me llevé
aquella noche!
Resulta que era un
día de octubre, días últimos. Festejábamos “La noche de brujas” en la primaria.
Todo en verdad era tranquilo; la música era variada, escuchabas el típico
cuchicheo de los compañeros y las maestras, y eso sí, el salón adornado de una
manera un tanto fantasmagórica.
Me acerqué al pequeño
grupo de alumnos con mi vasito desechable, esos de color rojo, con un juguito
extraño que alguna mamá de una compañera había preparado para la ocasión.
En el grupito había
alguien con una bata negra y una máscara, simulando ser una copia de… de no sé
qué, había también una porrista y una supuesta geisha y unos cuantos con el
disfraz a medias. Ya había terminado la pasarela de disfraces así que igual te
podías desvestir si así lo querías.
Una de ellas, mi
mejor amiga en aquellos años, contaba: “Se
dice que en esta escuela murió una directora, la mejor y las más regañona, hace
muchos, muchos años”, y aunque su tono de voz era muy agudo y sus palabras
eran torpes y casi absurdas; eso, sin mencionar la manera tan graciosa de
gesticular, causaba una extraña sensación de cómo cuando se te eriza la piel.
Y continuaba: “Nadie sabe exactamente cómo fue que
murió, pero se dice, se rumora y se cuenta por ahí que en las noches anda por
aquí. Pero no hay nada de qué preocuparse, sólo se aparece en los baños.”
En ese momento podía
jurar que la sangre se me había congelado. Porque, casualmente, le había
agarrado mucho cariño al juguito ese que estaba tomando. Era obvio que
necesitaría salir en cualquier momento.
De repente sale una
de las niñas, la porrista, diciendo que eso no era posible, que eran cuentos
viejos y que ella no tenía miedo. Y yo, ingenua e inocente (y con muchas ganas
de ir al baño) le dije que si me podía acompañar.
La convencí. Y ahí
vamos las dos niñitas. Una muy valiente y decidida y la otra con frío y con muchísimo
miedo. Si, esa última era yo. Una vez que cruzamos los pasillos de la escuela y
que estábamos enfrente de la puerta de los baños, la otra niña tragó gordo y me
tenía prensada de la mano. “Vamos... hay que entrar” Le decía a la porrista
tras su espalda.
Cuando las dos
estábamos adentro, nos quedamos paralizadas en medio. Ni una ni la otra hacía
algo, sólo estábamos ahí paradas viendo a los alrededores del lugar, como si
nunca lo hubiésemos visto antes.
Yo no sé qué sentía
la otra niña, pero yo estaba horrorizada. Tanto que no sé cómo fue que no
comencé a llorar. Sentía frío y sudaba helado. No podía soltar la mano de la
porrista y ella tampoco a mí.
“¿no te quieres ir?”
me dijo la porrista.
¡Deseaba irme lejos
de donde estaba! Pero no me podía mover. A los pocos minutos la niña da algunos
pasos a la puerta de uno de los bañitos y dándome apoyo me dice que no hay de
que temer. Abre la puerta y dice “Vez, no hay nada malo”.
Recuerdo haberle
sonreído, y ya un poco más tranquila me acerqué a ella, sin temor a nada.
Cuando toqué aquella puerta blanca, helada y de material hueco, el viento gritó
fuerte haciendo tambalear algunos árboles, provocando un estrepitoso sonido de
la otra puerta (la puerta para entrar al cuarto donde estaban todos los
bañitos)
¡La puerta estaba
cerrada! Debo admitir que si me asusté muchísimo, pero puedo asegurar que no
tanto como la porrista. Me abrazó, no… me estrujó y comenzó a llorar
histéricamente muy cerca del oído.
Y cuando el viento
tuvo consideración de nosotras, pudimos salir. Con las piernas heladas y con la
fuerza casi extinguida. Y la otra niña pasó de ser una linda porrista, a un
mapache con faldita.
Pero bien, tal vez
fue el viento quien nos pegó ese susto… tal vez fue aquella directora. Quién
sabe, tanto miedo no nos dejaba creer en nada.
Shite Torres Figueroa