A
veces la inocencia con la que somos criados, nos hace ignorantes.
El jardín de mi casa era inmenso, para mi infancia.
Nunca necesité de la compañía de otro niño para divertirme, mi imaginación y yo
bastábamos. Éramos los mejores
amigos.
La primavera en mi jardín era toda una celebración.
En donde teníamos todo un ritual para celebrar. Para la ocasión, las mariposas
llegaban puntuales durante la tarde, el árbol de durazno nos regalaba flores
que el viento regaba por todo el jardín. Como confeti de fiesta.
Escuchaba una tormenta batirse arriba de mí.
Asomándome por la ventana veía como el agua se dejaba caer sobre tierra,
levantaba polvo dejando marcas de
humedad sobre ella. Mi madre corría,
cuidadosa de no mojarse colocaba una toalla sobre su cabeza, descolgaba
la ropa del tendero con tal furia que los ganchos de madera salían disparados.
Cuando el sol se escondía detrás del cerro naranja,
sabía que era tiempo de regresar a mi casa. Aunque no me apartaba mucho de mi
casa, a mi madre le gustaba gritarme para saber donde andaba. Antes de entrar tenía que sacudir mis zapatos,
ya que siempre tenían tierra y darme un
buen baño para después dormir.
Andrés Oquita.
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