(Ejercicio basado en el libro Del otro lado del
árbol, de Mandana Sadat)
Se había perdido, otra vez. Con la excepción de que esta vez
veía imposible el salir del bosque.
El sol, hace minutos presente, se había escondido tras las
negras nubes.
Así que se apresuró a buscar un lugar para refugiarse de la
lluvia que amenazaba con caer. Pero antes de que pudiese comenzar a moverse,
las gotas de agua decidieron caer.
Se remangó su vestido rojo y empezó a correr entre los
árboles. No quería terminar empapada; aunque era una de las cosas que menos le
preocupaba en ese momento.
El camino que recorría tenía menos árboles conforme
avanzaba, llegando a un punto donde no había ningún árbol y empezaba una
pequeña colina. Esta se veía firme, a pesar de la fuerte lluvia, y la podía
subir. La subió. Pero deseó no haberlo hecho.
En la cima de la colina había una pequeña casita de madera,
con una ventana en uno de sus costados, se podía ver a distancia que dentro
estaba iluminado.
Se acercó para dar un vistazo al interior y ver si había una
persona lo suficientemente amable para dejarla pasar.
Ahí estaba sentado en una mecedora un anciano, que no le
inspiraba confianza, con la mirada perdida en algún lugar de la habitación
oscura, apenas iluminada por una veladora. Usaba una especie de túnica. Bajo
sus ojos había unas bolsas que se mezclaban con las abundantes arrugas de su
rostro y agregaban profundidad a esos ojos negros que la miraban. ¡La
miraban! No notó cuando esos ojos empezaron a mirarla y sus labios se curvaron
en una sonrisa que logró sacarla de su momentáneo trance.
Corrió colina abajo lo más rápido que pudo. Al llegar al
árbol más cercano decidió esconderse detrás y esperar que aquel anciano no la
buscara.
Se asomó ligeramente hacia la colina, aquel viejo bajaba
lentamente con la espalda encorvada y las manos recogidas sobre su pecho.
Intentó volver a su posición inicial detrás del árbol pero debido al lodo que
se había formado y gracias a la fuerte lluvia que seguía cayendo,
tropezó. Si se hubiera quedado quieta él posiblemente nunca la hubiese
visto pero se movió… y él la vio.
El terror se apoderó de ella y no se le vino por la mente
correr, huir de él. Porque a la velocidad que el viejo caminaba, lo hubiera
logrado.
El viejo llegó al árbol donde ella se encontraba y se sentó
del lado contrario. Abrió entonces su seca boca y habló: “Había una vez, una
niña…” - Su voz era fuerte y ronca, aun con el sonido de la lluvia cayendo lo
podía oír claramente. El viejo se aclaró la garganta y continuó- “Una niña
ingenua que aun creía en la gente linda y amable. Pensó que podía espiar a un
adorable viejito y salir ilesa. Pero no es así, pequeña. El dragón ha
despertado y tiene hambre. Hambre de niñas tontas, como tú.” -Concluyó y caminó
del otro lado del árbol.
Pensó fugazmente ponerse de pie pero su vestido se había
atorado.
El gigantesco dragón se encontraba parado majestuosamente
frente a ella.