viernes, 28 de septiembre de 2012

Recordar es vivir (I)

Recuerdo con inmensa alegría y satisfacción los juegos de la niñez, era una niña delgadita, muy delgada, con mirada soñadora y sonrisa coqueta, me encantaba jugar a cuidar a los enfermos, ya que los chamacos, que eran pocos, jugaban a las guerritas; Carlos era un niño alto de tez morena clara flaco como un espárrago, sus pantalones cortos  me llamaban poderosamente la atención y también sentía una gran admiración por él, Paz era la hermana mayor, era una niña regordeta, cabellos largos lacios y gustaba de jugar con los hombres, corría con aquellas voluptuosidades, y cuando corría se agitaba tanto que nos pegábamos cada susto, me encantaba verla pues a mi mente llegaban hermosos recuerdos de Lolis la gordis mi personaje favorito de Periquita ¡ah! Quien pudiera revivir esos momentos cuando me sentaba a leer mi historieta favorita y soñaba ser parte de esa historia; aun viene a mi mente cuan desesperada me sentía a veces pues quería ir a comprar mis historietas y enseñárselas a Luz, aunque ella prefería jugar con los chamacos;  y qué decir del Manolo, era un chamaco con cabellos entre dorado y café, siempre con el cabello de lado gritaba corría y gustaba de jugar al carro, de repente sale la señora Aída, mamá de Carlos, Paz y Manolo, su mirada era muy penetrante y adusta vestía de ropas largas y todo el tiempo de color azul, nos regañaba por todo y nada, era una maestra de Comercio. Nos gustaba jugar afuera de la tienda de ellos, de repente nos llevábamos cada regaño pues no les gustaba que lo hiciéramos ahí; tenía un  aroma la tienda difícil de describir, el papá hacia una paletas deliciosas, nos  encantaban las de tamarindo, eran en verdad especiales, ese era nuestro punto de reunión, se llegaban las tardes y los chamacos solían contar historias   un poco fuertes, la tienda de ellos también era su casa, había un pequeño pasillo por el cual podíamos llegar hasta la cocina, y en ese pasillo de repente se oía decir al papá: “Manolo deja de tocar”- refiriéndose al piano, sin embargo nosotros estábamos en la cocina o algunas veces en la tienda sentados conversando, y otra vez volvíamos escuchar decir  con voz fuerte: “dejen de tocar el piano”, a lo que salía alguien y decía no hay nadie aquí…y salíamos corriendo. Prometiendo no volver pero se nos olvidaba y lo volvíamos a hacer, la casa de ellos tenía un aire de misterio, pues para bajar a las habitaciones no había luz, era una casa un poco tétrica, y con un aroma inexplicable, las escaleras eran angostas y no había ventanas solo una puerta pequeña. El único lugar que dejaba entrar un poco de luz era una ventana en la cocina que daba al patio, el cual estaba lleno de maleza, los rosales crecían muy alto y no nos dejaban pasar, los chamacos hicieron un camino el cual daba a unos cuantos metros de un cuarto de tiliches  y nos escondíamos para jugar, aunque con cierto miedo. Creo que ese tiempo fue maravilloso pues también tuvimos la oportunidad de conocer a Chabelo, sí, ese que sale en la televisión, un día vino a promocionar unos dulces y fue una gran sorpresa tomarnos fotos y deleitarnos con esos polvitos agridulces con sabor a fruta…ah en verdad eran deliciosos y ni qué decir cuando venían los juegos mecánicos, los que se ponen en la plaza, los juguetes que vendían eran muy diferentes a los de ahora, había unas muñecas con un enorme vestido de esponja y lentejuelas, ¡en verdad eran hermosas!, los trastecitos de barro con ese aroma tan peculiar del barro, y las pulseras de plástico, todo eso era lo que nos encantaba  de las fiestas y así fui creciendo en la colonia centro en donde nos cambiábamos de una casa a otra siempre en el mismo lugar. Ya un poco más grande recuerdo que mis juegos eran jugar a la maestra, rodeada siempre de chiquillos utilizando como gis, pedazos de carbón, mi mayor ilusión era ser maestra, y buscaba la mayor oportunidad para reafirmar y demostrar que algún día seria una gran maestra.

Lupita Gálvez (1 de 3)

Imaginando


Si que imaginaba…

La creencia más desagradable era imaginar como acabaría el mundo, escuchar el relato bíblico del arca de Noé me sorprendía; mas que sorprenderme  me ponía a pensar que tendría que saber nadar, por si algo parecido sucediera. Aunque sabía  que se aclaraba en un versículo que nunca más se volvería a acabar en agua el mundo, trágica la otra opción era lumbre. No tengo idea de por cuanto tiempo me martirizó ese pensamiento.

Creía que en 1999 el hombre conquistaría el espacio, hasta viajaríamos al espacio, me agradaba todo lo relacionado al espacio exterior, recuerdo algo de star treck me gustaba mucho ver los trajes que usaban los protagonistas y el hombre con las orejas puntiagudas, buenas fantasías para esos momentos.

Llegué a creer que existían los héroes como el Santo, Blue Demon, Mil Máscaras, había uno con máscara amarilla y negro, de momento olvido el nombre. Me aprendí muchos nombres de enmascarados ya que mi hermano Manuel llenaba unas platillas con cartas de luchadores. En la tele o en el cine era más común ver al Santo, Blue Demon, creo que Huracán Ramírez y Mil Máscaras también salían.

Recuerdo a superman, Batman y Robín, y a todos los super héroes y si creí que volaban y el poder estaba en la capa. (Si llegué a pensar cómo conseguir una capa.)

Concluyo que fue bueno deshacerme de la creencia del diluvio y entusiasmarme más con héroes, personajes espaciales, robots, y hasta con el hombre y mujer biónica.
(Mucho para seguir contando)
Anahlii Ramos Burgos.

Tela diáfana



Me despierta un extraño resplandor que toca la ventana de la habitación; en la casa de mis abuelos, lo recuerdo bien. Pero no lo recuerdo tan bien, como el olor a semitas recién salidas de la estufa de leña y el fuerte (y predominante) olor del café negro de todas las mañanas de invierno.
También recuerdo muy bien la imagen característica de esas mañanas en la casa de mis abuelos. Mi abuelo sentado con una pequeña taza con el café humeante, el periódico que le tapaba la cara y su peculiar cruzado de piernas. También a mi abuela, sentada del otro lado con sus diferentes tejidos y su taza café de peltre.
Ese día me levanté, casi volando de la cama. Y como es costumbre, traía un calcetín (el del lado derecho) y el otro lo había hurtado alguna de las mil cobijas con las que me había tapado.
            ¡Hacía un frío de mil inviernos juntos!
            Salí corriendo a la puerta de la cocina, y poco antes de salir, me pesca mi apá Daniel del pijama aborregado, diciéndome con su voz aguardentosa: “No vas a salir así. Dile a tu mamá Esperanza que te ponga chaqueta.”
            Regresé desesperada a que me pusieran ropa adecuada para salir. Y, de hecho, no aguanté y salí, dejando los guantes sobre la cama que por cierto, aun no se tendía.
            Cuando logré salir, mi apá Daniel me tenía prensada de la mano, pues esas habían sido las órdenes de mi ama Esperanza; “Que no se te vaya a ir a la calle, Daniel”.
            Y cuando dejó de observarnos, mi abuelo me soltó, dejándome tocar esa tela blanca que caía delicadamente sobre los rosales, los árboles atmosféricos, algunos arbustos, por el suelo… ¡Por doquier! Era una tela tan diáfana, que hasta lucía su brillo como si fuesen destellos de una estrella.
            Era la primera vez que veía tal hermosura, tan así que ni el nombre sabía. Me agaché lentamente para lograr saborear el congelante vientecito que arrojaba esa tela. Cuando zambullí mis pequeñas y esponjosas manitas, las dejé por un rato; hasta que su humor tan helado, me hizo sentir que se me estaban quemando las manos.
            “¿Qué es, apá?” le pregunté, mientras me frotaba las manos y me quedaba observando la silueta que había quedado en el suelo. “Se llama, nieve.”, respondió, mostrando una ligera sonrisa, causada por mi ingenuidad.
            Ese invierno no lo olvido, sigue bien adherido a la memoria de mi infancia.

Shite Torres Figueroa

sábado, 15 de septiembre de 2012

Remolino

Hoy por la mañana el sol  brillaba, pero soplaba  un  ligero  aire, de pronto se formó un pequeño remolino que levantaba hojas secas, algunos papeles  y tanto polvo  que lastimaba  los ojos, rápidamente  entré  a  la casa, seguí  viendo  a través de la ventana, recordé a mi querida abuelita, que  nos decía que el diablo venía  en un remolino  para llevarse  a los niños  desobedientes, nos  contaba historias  de esto mientras  salíamos  por la tarde  a regar sus plantas, me gustaba estar con ella, también a mis primos; para llegar a su casa  caminábamos por   las  veredas, algunas parejas y otras   con piedras, había arboles  de membrillo, duraznos, albaricoque, ciruelas, higueras, manzana, álamos, pinos.  

Recuerdo que había varias casas de color verde oscuro y techos  rojos, supongo  que la mina les facilitaba la pintura a sus  trabajadores, ya que la mayoría de los hombres  del  histórico e inolvidable  pueblito  de Buenavista, cerca de  Cananea,  eran mineros . Había  también  de madera  y lámina, otras de adobe, blanqueadas con cal, decían  que se alejaban  los   insectos dañinos.

Juan era el mayor de mis primos, y el más travieso, seguía  Roberto, Manuel, Raúl, Mariana, Nely. Siempre  estábamos  juntos.  Juan  de  diez  años  decía que ya  era mayor  por lo que podía fumar  de vez en cuando, se  escondía  en el  subterráneo  de su casa, después de  tomar algunos cigarros de mi  tío, nosotros vigilábamos  para que no lo descubrieran, mientras comíamos  manzanas  que mi tía  envolvía  en papel para que maduraran, hacía bromas todo el día, peleaba con los niños, era muy desobediente, nos asustaba  hablando  de espantos, pero nos cuidaba de todo, siempre con su resortera, pantalones con tirantes, moreno, ojos negros, grandes y alegres, alto, delgado  y feliz. En  ocasiones  estaba callado, con la mirada perdida  en el infinito jugueteando  con un mechón de su cabello, y de pronto, decía una broma o molestaba  a uno de sus hermanos, principalmente a Roberto.

Decía que  no sabía qué era el miedo, sin embargo  cuando veía un remolino corría a esconderse, no salía  hasta que  desaparecía  y  por supuesto  con  las debidas precauciones   porque pensaba  que podía  llevárselo .

 

Guadalupe Palomera Vásquez.

Yo no me llamo Juan


Me preguntaba que si por que dentro de mi familia había muchos con el nombre Juan. Estaba mi padre, mi tía, mis dos hermanos y un primo, todos con el primer nombre Juan. 

Mi madre me contó que a mis dos hermanos mayores los llamó Juan, porque es el nombre del hombre al cual mas quiere y con el cual se casó. E igual a mi me llamarían Juan.

El hermano de mi abuelo paterno, el cual nunca tuvo hijos por lo cual le llenaba de emoción saber que yo nacería, le pidió a mi madre masajeándole el vientre, ser mi padrino de bautizo; mis padres estuvieron de acuerdo ya que lo querían mucho.

Seis días antes de mi nacimiento mi padrino había muerto, le llenó de ilusión el saber que aunque no tendría oportunidad de bautizarme, yo llevaría su nombre y lo conocería como mi padrino.

Por mi abuelo me llamo Jesús y por mi padrino me llamo Andrés.

 

Andrés Oquita

Mi nombre...


Era una tarde de esas  frescas

Con olor a muy temprano... lloviznaba;

Mi creador escuchaba a mi madre

... cuando  llorando de felicidad les sorprendí  yo.

 

La dicha  y la felicidad… abrieron las puertas de mi casa

Un padre, un hermano, cuatro abuelos, quince tíos…

Vecinos, amigos... ¿Qué se yo?

Son tu familia: sonriendo  dijo y allí nos dejó.

 

Mi madre  dijo, la llamaremos  María Felicitas

En honor de sus dos segundas  madres.

Lista para la vida lucía ya más completa

Cuerpo, salud, nombre y familia, que más pidiera?

 

Conocí la dicha de primera hija, viví  el placer  de ser  tan esperada

Y aunque ya no están conmigo, quienes sus nombres me heredaran

Igual las sigo firmando y aquí las llevo conmigo

Siguen dándole vida a mi alma.

 

María Felicitas Vera Vásquez.

Esas fiestas y sus historias


¡Por poco y olvido aquella antiquísima historia de la primaria! ¡Ah, qué buen susto me llevé aquella noche!

Resulta que era un día de octubre, días últimos. Festejábamos “La noche de brujas” en la primaria. Todo en verdad era tranquilo; la música era variada, escuchabas el típico cuchicheo de los compañeros y las maestras, y eso sí, el salón adornado de una manera un tanto fantasmagórica. 

Me acerqué al pequeño grupo de alumnos con mi vasito desechable, esos de color rojo, con un juguito extraño que alguna mamá de una compañera había preparado para la ocasión. 

En el grupito había alguien con una bata negra y una máscara, simulando ser una copia de… de no sé qué, había también una porrista y una supuesta geisha y unos cuantos con el disfraz a medias. Ya había terminado la pasarela de disfraces así que igual te podías desvestir si así lo querías.

Una de ellas, mi mejor amiga en aquellos años, contaba: “Se dice que en esta escuela murió una directora, la mejor y las más regañona, hace muchos, muchos años”, y aunque su tono de voz era muy agudo y sus palabras eran torpes y casi absurdas; eso, sin mencionar la manera tan graciosa de gesticular, causaba una extraña sensación de cómo cuando se te eriza la piel.

Y continuaba: “Nadie sabe exactamente cómo fue que murió, pero se dice, se rumora y se cuenta por ahí que en las noches anda por aquí. Pero no hay nada de qué preocuparse, sólo se aparece en los baños.”

En ese momento podía jurar que la sangre se me había congelado. Porque, casualmente, le había agarrado mucho cariño al juguito ese que estaba tomando. Era obvio que necesitaría salir en cualquier momento.

De repente sale una de las niñas, la porrista, diciendo que eso no era posible, que eran cuentos viejos y que ella no tenía miedo. Y yo, ingenua e inocente (y con muchas ganas de ir al baño) le dije que si me podía acompañar.

La convencí. Y ahí vamos las dos niñitas. Una muy valiente y decidida y la otra con frío y con muchísimo miedo. Si, esa última era yo. Una vez que cruzamos los pasillos de la escuela y que estábamos enfrente de la puerta de los baños, la otra niña tragó gordo y me tenía prensada de la mano. “Vamos... hay que entrar” Le decía a la porrista tras su espalda.

Cuando las dos estábamos adentro, nos quedamos paralizadas en medio. Ni una ni la otra hacía algo, sólo estábamos ahí paradas viendo a los alrededores del lugar, como si nunca lo hubiésemos visto antes.

Yo no sé qué sentía la otra niña, pero yo estaba horrorizada. Tanto que no sé cómo fue que no comencé a llorar. Sentía frío y sudaba helado. No podía soltar la mano de la porrista y ella tampoco a mí.

“¿no te quieres ir?” me dijo la porrista.

¡Deseaba irme lejos de donde estaba! Pero no me podía mover. A los pocos minutos la niña da algunos pasos a la puerta de uno de los bañitos y dándome apoyo me dice que no hay de que temer. Abre la puerta y dice “Vez, no hay nada malo”.

Recuerdo haberle sonreído, y ya un poco más tranquila me acerqué a ella, sin temor a nada. Cuando toqué aquella puerta blanca, helada y de material hueco, el viento gritó fuerte haciendo tambalear algunos árboles, provocando un estrepitoso sonido de la otra puerta (la puerta para entrar al cuarto donde estaban todos los bañitos)

¡La puerta estaba cerrada! Debo admitir que si me asusté muchísimo, pero puedo asegurar que no tanto como la porrista. Me abrazó, no… me estrujó y comenzó a llorar histéricamente muy cerca del oído.

Y cuando el viento tuvo consideración de nosotras, pudimos salir. Con las piernas heladas y con la fuerza casi extinguida. Y la otra niña pasó de ser una linda porrista, a un mapache con faldita.

Pero bien, tal vez fue el viento quien nos pegó ese susto… tal vez fue aquella directora. Quién sabe, tanto miedo no nos dejaba creer en nada.

 Shite Torres Figueroa

 

Instrucciones para pensar

Silencio y no silencio, ruidos de pluma sobre la mesa de trabajo.

(Prefiero algo de ruido, en ciertas ocasiones el silencio suele ser tan vacío.)

Entrecierro mis ojos: Ideas imágenes y palabras como la magia de un torbellino en el desierto rosa.

Bajo mi mirada hacia el cuaderno, la tinta azul de la pluma se desliza con firmeza intentando acomodar ideas combinadas para utilizarlas en ese escrito.

Expresar una idea con palabras puede resultar tan fácil o difícil tal cual la aptitud en una oratoria. La gran ventaja de escribir la palabra es tener la opción de corregir lo escrito, y cambiarlo como lo haría el remolino bajo el cielo amarillo a su paso por el camino, retomando el sendero para la palabra.

Anahlii Ramos Burgos

miércoles, 5 de septiembre de 2012

La Novia


Era una noche de Febrero, hacia frio, las calles estaban  húmedas y en algunos rincones  había hielo, la luna estaba rodeada de nubes  grises, era una noche muy oscura,  veníamos mi esposo y yo de visitar a mi hermana, era cerca de las diez de la noche, pasamos  frente al Centro de Salud , por la Avenida  Obregón, al doblar la esquina para tomar la Calle Primera  me llamó la atención ver  una mujer vestida de novia, estaba sola y caminaba del  lugar de las amonestaciones hasta la puerta  de la iglesia, se asomaba  inclinándose un poco, todo me parecía natural , le comenté a mi esposo, él no la había visto, me dijo que era imposible  porque era martes y muy tarde, hasta ese momento  me di cuenta que  no era normal  lo que estaba viendo.  Insistí , le dije que  se fijara al hacer  el alto  para bajar por la Avenida   Sonora, frente a la tienda La loma,  y pudimos verla de cerca, el vestido estaba  maltratado, ella un poco despeinada, en la mano llevaba un ramo de color blanco, el recorrido fue el mismo, del  lugar de las amonestaciones  a la puerta  de la iglesia, la cual estaba cerrada, sentí un escalofrío,  mi esposo también estaba  asustado, de pronto se desvaneció, bajamos rápidamente la cuesta.   Desde ese día  cuando paso de noche si  vengo  sola no veo hacia la iglesia y  en ocasiones  prefiero cambiar de camino , por otras calles  que me lleven a Cananea  Vieja  donde  he vivido  siempre.

Mientras escribo, todos los ruidos me sobresaltan.

 Gpe. Palomera V.

Como vestirse en un día nublado


Por naturaleza, por vergüenza o por pudor el ser humano  ha necesitado  desde siempre con qué cubrir su interior, quién no despierta  lleno de emoción, tarareando una canción buscando, no digo ropa, sino mas bien un color, la textura, el estampado,  para estar acorde con la emoción de un día nublado,  después de agradecer el día y estar limpios en nuestro interior,  adornarnos  con una sonrisa y caminando de puntitas, llegamos al primer cajón, de donde obtendremos las primeras prendas que  al día darán sabor, de pie y a medio vestir miraremos por la ventana para saber decidir, quizá una pana rallada….que nos dará su calor, o una estrecha mezclilla para hacer de hoy un día coquetón, por cierto que este día la mezclilla fue elección, la parte superior la vestimos de acuerdo al matiz de nuestro  corazón, cierto es que sabiéndote seguro y bien vestido …lo de menos son los pies.
 
Mary Vera V.