sábado, 15 de septiembre de 2012

Esas fiestas y sus historias


¡Por poco y olvido aquella antiquísima historia de la primaria! ¡Ah, qué buen susto me llevé aquella noche!

Resulta que era un día de octubre, días últimos. Festejábamos “La noche de brujas” en la primaria. Todo en verdad era tranquilo; la música era variada, escuchabas el típico cuchicheo de los compañeros y las maestras, y eso sí, el salón adornado de una manera un tanto fantasmagórica. 

Me acerqué al pequeño grupo de alumnos con mi vasito desechable, esos de color rojo, con un juguito extraño que alguna mamá de una compañera había preparado para la ocasión. 

En el grupito había alguien con una bata negra y una máscara, simulando ser una copia de… de no sé qué, había también una porrista y una supuesta geisha y unos cuantos con el disfraz a medias. Ya había terminado la pasarela de disfraces así que igual te podías desvestir si así lo querías.

Una de ellas, mi mejor amiga en aquellos años, contaba: “Se dice que en esta escuela murió una directora, la mejor y las más regañona, hace muchos, muchos años”, y aunque su tono de voz era muy agudo y sus palabras eran torpes y casi absurdas; eso, sin mencionar la manera tan graciosa de gesticular, causaba una extraña sensación de cómo cuando se te eriza la piel.

Y continuaba: “Nadie sabe exactamente cómo fue que murió, pero se dice, se rumora y se cuenta por ahí que en las noches anda por aquí. Pero no hay nada de qué preocuparse, sólo se aparece en los baños.”

En ese momento podía jurar que la sangre se me había congelado. Porque, casualmente, le había agarrado mucho cariño al juguito ese que estaba tomando. Era obvio que necesitaría salir en cualquier momento.

De repente sale una de las niñas, la porrista, diciendo que eso no era posible, que eran cuentos viejos y que ella no tenía miedo. Y yo, ingenua e inocente (y con muchas ganas de ir al baño) le dije que si me podía acompañar.

La convencí. Y ahí vamos las dos niñitas. Una muy valiente y decidida y la otra con frío y con muchísimo miedo. Si, esa última era yo. Una vez que cruzamos los pasillos de la escuela y que estábamos enfrente de la puerta de los baños, la otra niña tragó gordo y me tenía prensada de la mano. “Vamos... hay que entrar” Le decía a la porrista tras su espalda.

Cuando las dos estábamos adentro, nos quedamos paralizadas en medio. Ni una ni la otra hacía algo, sólo estábamos ahí paradas viendo a los alrededores del lugar, como si nunca lo hubiésemos visto antes.

Yo no sé qué sentía la otra niña, pero yo estaba horrorizada. Tanto que no sé cómo fue que no comencé a llorar. Sentía frío y sudaba helado. No podía soltar la mano de la porrista y ella tampoco a mí.

“¿no te quieres ir?” me dijo la porrista.

¡Deseaba irme lejos de donde estaba! Pero no me podía mover. A los pocos minutos la niña da algunos pasos a la puerta de uno de los bañitos y dándome apoyo me dice que no hay de que temer. Abre la puerta y dice “Vez, no hay nada malo”.

Recuerdo haberle sonreído, y ya un poco más tranquila me acerqué a ella, sin temor a nada. Cuando toqué aquella puerta blanca, helada y de material hueco, el viento gritó fuerte haciendo tambalear algunos árboles, provocando un estrepitoso sonido de la otra puerta (la puerta para entrar al cuarto donde estaban todos los bañitos)

¡La puerta estaba cerrada! Debo admitir que si me asusté muchísimo, pero puedo asegurar que no tanto como la porrista. Me abrazó, no… me estrujó y comenzó a llorar histéricamente muy cerca del oído.

Y cuando el viento tuvo consideración de nosotras, pudimos salir. Con las piernas heladas y con la fuerza casi extinguida. Y la otra niña pasó de ser una linda porrista, a un mapache con faldita.

Pero bien, tal vez fue el viento quien nos pegó ese susto… tal vez fue aquella directora. Quién sabe, tanto miedo no nos dejaba creer en nada.

 Shite Torres Figueroa

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario