viernes, 28 de septiembre de 2012

Tela diáfana



Me despierta un extraño resplandor que toca la ventana de la habitación; en la casa de mis abuelos, lo recuerdo bien. Pero no lo recuerdo tan bien, como el olor a semitas recién salidas de la estufa de leña y el fuerte (y predominante) olor del café negro de todas las mañanas de invierno.
También recuerdo muy bien la imagen característica de esas mañanas en la casa de mis abuelos. Mi abuelo sentado con una pequeña taza con el café humeante, el periódico que le tapaba la cara y su peculiar cruzado de piernas. También a mi abuela, sentada del otro lado con sus diferentes tejidos y su taza café de peltre.
Ese día me levanté, casi volando de la cama. Y como es costumbre, traía un calcetín (el del lado derecho) y el otro lo había hurtado alguna de las mil cobijas con las que me había tapado.
            ¡Hacía un frío de mil inviernos juntos!
            Salí corriendo a la puerta de la cocina, y poco antes de salir, me pesca mi apá Daniel del pijama aborregado, diciéndome con su voz aguardentosa: “No vas a salir así. Dile a tu mamá Esperanza que te ponga chaqueta.”
            Regresé desesperada a que me pusieran ropa adecuada para salir. Y, de hecho, no aguanté y salí, dejando los guantes sobre la cama que por cierto, aun no se tendía.
            Cuando logré salir, mi apá Daniel me tenía prensada de la mano, pues esas habían sido las órdenes de mi ama Esperanza; “Que no se te vaya a ir a la calle, Daniel”.
            Y cuando dejó de observarnos, mi abuelo me soltó, dejándome tocar esa tela blanca que caía delicadamente sobre los rosales, los árboles atmosféricos, algunos arbustos, por el suelo… ¡Por doquier! Era una tela tan diáfana, que hasta lucía su brillo como si fuesen destellos de una estrella.
            Era la primera vez que veía tal hermosura, tan así que ni el nombre sabía. Me agaché lentamente para lograr saborear el congelante vientecito que arrojaba esa tela. Cuando zambullí mis pequeñas y esponjosas manitas, las dejé por un rato; hasta que su humor tan helado, me hizo sentir que se me estaban quemando las manos.
            “¿Qué es, apá?” le pregunté, mientras me frotaba las manos y me quedaba observando la silueta que había quedado en el suelo. “Se llama, nieve.”, respondió, mostrando una ligera sonrisa, causada por mi ingenuidad.
            Ese invierno no lo olvido, sigue bien adherido a la memoria de mi infancia.

Shite Torres Figueroa

1 comentario:

  1. Disfruto mucho leer tus creaciones pero esta en particular me he encantado. Se que los mejores recuerdos de tu infancia y de la de todos nosotros han sido en la casa de los abuelos, de mis pas... que hermoso Antzie, ya para variar ya me hiciste llorar otra vez... :D

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