Me despierta un extraño
resplandor que toca la ventana de la habitación; en la casa de mis abuelos, lo
recuerdo bien. Pero no lo recuerdo tan bien, como el olor a semitas recién
salidas de la estufa de leña y el fuerte (y predominante) olor del café negro
de todas las mañanas de invierno.
También recuerdo muy bien
la imagen característica de esas mañanas en la casa de mis abuelos. Mi abuelo
sentado con una pequeña taza con el café humeante, el periódico que le tapaba
la cara y su peculiar cruzado de piernas. También a mi abuela, sentada del otro
lado con sus diferentes tejidos y su taza café de peltre.
Ese día me levanté, casi
volando de la cama. Y como es costumbre, traía un calcetín (el del lado
derecho) y el otro lo había hurtado alguna de las mil cobijas con las que me
había tapado.
¡Hacía
un frío de mil inviernos juntos!
Salí
corriendo a la puerta de la cocina, y poco antes de salir, me pesca mi apá
Daniel del pijama aborregado, diciéndome con su voz aguardentosa: “No vas a
salir así. Dile a tu mamá Esperanza que te ponga chaqueta.”
Regresé
desesperada a que me pusieran ropa adecuada para salir. Y, de hecho, no aguanté
y salí, dejando los guantes sobre la cama que por cierto, aun no se tendía.
Cuando
logré salir, mi apá Daniel me tenía prensada de la mano, pues esas habían sido
las órdenes de mi ama Esperanza; “Que no se te vaya a ir a la calle, Daniel”.
Y cuando dejó de observarnos, mi abuelo me soltó,
dejándome tocar esa tela blanca que caía delicadamente sobre los rosales, los
árboles atmosféricos, algunos arbustos, por el suelo… ¡Por doquier! Era una
tela tan diáfana, que hasta lucía su brillo como si fuesen destellos de una
estrella.
Era
la primera vez que veía tal hermosura, tan así que ni el nombre sabía. Me
agaché lentamente para lograr saborear el congelante vientecito que arrojaba
esa tela. Cuando zambullí mis pequeñas y esponjosas manitas, las dejé por un
rato; hasta que su humor tan helado, me hizo sentir que se me estaban quemando
las manos.
“¿Qué
es, apá?” le pregunté, mientras me frotaba las manos y me quedaba observando la
silueta que había quedado en el suelo. “Se llama, nieve.”, respondió, mostrando
una ligera sonrisa, causada por mi ingenuidad.
Ese
invierno no lo olvido, sigue bien adherido a la memoria de mi infancia.
Shite Torres Figueroa
Disfruto mucho leer tus creaciones pero esta en particular me he encantado. Se que los mejores recuerdos de tu infancia y de la de todos nosotros han sido en la casa de los abuelos, de mis pas... que hermoso Antzie, ya para variar ya me hiciste llorar otra vez... :D
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