miércoles, 22 de agosto de 2012

El árbol

Hace mucho tiempo, más de 40 años, mi padre compró una pequeña casa de adobe a la que con el tiempo hizo cambios, el terreno era grande con muchos árboles llamados olmos, tuvo que quitarlos, eran varios, pero entre todos ellos había un fresno pequeño, a mi papa le gustó mucho, dijo que era un árbol muy fuerte y que su sombra sería tan grande que cubriría todo el patio, desde ese día estuvo junto a él, el árbol creció mucho, sus hojas tocaban el suelo, formaban cuevas y los niños de la familia decían que eran casitas.
Mi papá con mucho cariño hizo un columpio para sus nietos en el brazo amoroso del fresno, ellos crecieron y pocas veces se acercaron después al árbol, pero mi padre seguía cerca de él, bajo su sombra en primavera o en invierno cortando leña, tomando su café, o platicando con algún vecino, hablaba de él como alguien muy querido.
Un día de noviembre frío y triste, cuando el viento soplaba con fuerza y opacaba el día soleado, mi padre enfermó.
Durante cuatro años estuvo casi inmóvil y pocas veces pudo estar bajo su protección, el fresno lo extrañaba, estaban tan unidos que el árbol empezó a apagarse, cuando mi padre se dio cuenta lloró en silencio y murmuró: “se está secando, le faltan muchas hojas” y lentamente secó sus lágrimas con torpeza, cada movimiento le costaba mucho trabajo, pero no lloró solo, también nosotros lloramos porque sin decirlo sentimos miedo a perderlo, nos dimos cuenta que les quedaba poco tiempo a los dos, existía ese extraño lazo invisible entre ambos.
Una mañana de enero, el último brazo del árbol estaba por caer y sentí como un golpe en el pecho, sentí miedo, pero no nos atrevimos a cortarlo, en ese día de enero mi padre se fue y también el ultimo brazo del árbol.
Yo aun lo busco todos los días junto al tronco seco del fresno.
  
   Guadalupe Palomera Vásquez.       

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